Relatos

La mirada del mal

Vivir es tener encuentros con personas hermosas, pero también con personas perversas. Bondad, solidaridad, ternura, protección, son actitudes que uno percibe con facilidad. Curiosamente, nuestro instinto de supervivencia con el que nacemos y que desde niños vamos perfeccionando, también nos lleva a percibir el mal, a desarrollar una sensibilidad intuitiva ante el peligro y nos ayuda a sortearlo. De niños no nos atrevemos a afrontar el mal abiertamente, somos más precavidos, temerosos, quizás porque es un terreno desconocido, pero algo dentro de nosotros nos invita a actuar con sigilo y estar alertas.

Como muchos niños, también yo estuve expuesta en mi infancia. Les cuento un fragmento de un episodio de mi vida que me enseñó a desarrollar mi intuición ante el peligro.  Había un “señor” muy familiar conmigo, era amable y también miembro de mi familia. Solía ser muy afectivo, con gestos muy marcados de aparente afecto, en mi interior algo me decía que era en realidad una apariencia, alejada de la sinceridad. En nuestra infancia solemos tener percepciones que no podemos explicar, ni siquiera para nosotros mismos, pero están allí, presentes, latentes, como un sensor dispuesto a poner su alarma cuando algo no le parece bien.

Hay un recuerdo muy vivo en mi memoria. Yo debía tener unos siete años cuando ese “señor” comenzó a tener gestos muy expresivos conmigo. En sus visitas a la casa y en sus conversaciones con mi madre, me llamaba “Mariíta”, utilizando la forma familiar que usaban mis hermanas. Pero él lo hacía como un señuelo para hacerme creer en su “cariño”. Llamándome de esa forma me convencía de sentarme en sus piernas, así, mientras él hablaba con mi madre y se tomaba una cerveza, pasaba su mano por mi espalda y por mis hombros; ese roce me hacía experimentar una sensación de asquerosidad insoportable. Era una “señor” respetable, pero mi intuición me decía que no debía confiar, sentía una especie de repulsión que me llevaba a buscar cualquier excusa para separarme de él, aun cuando mi madre ingenuamente me pedía que me acercara donde él estaba porque me quería mucho.

Mi cabecita inquieta pensaba “¿qué invento, qué invento?” … y entonces afloraba cualquier razón para levantarme de sus piernas e irme a otro lado, lejos de su mirada escrutadora, de sus ojos enrojecidos y vidriosos, fríos, muy contrarios a lo que expresaban sus palabras amables.  La vileza, la bajeza, es necesario percibirla, hay que aprender a verla desde muy niños, es una necesidad de sobrevivencia.

Tengo también en mi memoria el día que mi madre me envió a su casa por una encomienda. Mi hermana iba a enviarle algo a mi mamá. Cuando llegué estaba sólo mi hermana con sus hijos y me entretuve entre juegos infantiles y travesuras. Recuerdo haberme dado un baño para quitarme la tierra y el sucio de los juegos. Estando en el cuarto, envuelta en una toalla, lo vi parado en la puerta, se quedó detenido, mirándome con sus ojos enrojecidos, en total silencio, alternaba su mirada entre mí, sentada en la cama, y el patio de la casa donde estaba mi hermana y sus hijos. No sé cómo ni por qué lo hice, pero llamé con voz fuerte a mi hermana, y entonces él se apartó de la puerta y se fue a otro lado. Inmediatamente me puse mi ropa y le dije a mi hermana que me diera la encomienda para mi madre porque era tarde y debía regresar.

Nunca más regresé a esa casa, al menos no para pasar el rato. Y lo hice sin proponérmelo, fue una decisión intuitiva y quizás un aviso premonitorio de que algo malo podía pasarme. Las pocas veces que él iba de visita a mi casa me las arreglaba para irme donde alguna amiguita para no estar.  Ya cuando tenía ocho años me fui a vivir con mi maestra que me amaba y así pude estar lejos del peligro que presentí.

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